domingo, 29 de junio de 2014

El tiempo



Hoy recibí un mensaje de un antiguo amor. Venía con cientos de fotografías de hace tiempo. De mí a los 16 años, sin huellas ni cicatrices. Creo que mi sonrisa no ha cambiado, pero mi mirada me parece desconocida. Y pensé que el tiempo no es tiempo en realidad: Es recuerdo que me habita, eterno y sin rumbo. 

Me han dicho que el tiempo cura y sana todas las heridas, incluso ayuda a olvidar. Hoy mientras manejaba bajo la lluvia y sentía que en realidad no avanzaba, pensé que el tiempo no cambia ni camina. Por momentos parece estático, como si flotara bajo el agua sin poder distinguir arriba y abajo.

Ayer se habló sobre el estar de una persona con otra y del encuentro de ambas en una situación dada. El tiempo pareciera entonces ser una relación, una forma de vincularnos. Yo pensaba que el tiempo está sólo en el habla, en lo que evocamos al convertirlo en palabra... y entonces no sólo me faltan instantes, sino también palabras para decir algo sobre el tiempo que transito.

Se achica y se rompe. El tiempo me rompe. Estoy rota en el tiempo. Estoy sola en la evocación de una historia sin tiempo que no anuncia su final, pero acaba de repente. Y sin embargo continúa.  El tiempo no pasa, se queda. A mí se me queda en un último suspiro, en un café con anís, en una camisa a cuadros, en el techo que no volverá a cubrirnos. El tiempo se me queda atorado en la garganta y se cierra y me enmudece. El tiempo, como el viento frío y húmedo de un día de junio, se me cuela por entre las rendijas de la piel cuarteada... y sólo puedo repetirme la estrofa de aquella canción: “Anda, deja que te acompañe que no es momento de andar sola”... (http://youtu.be/lKacDJUesi4)


El tiempo no es el tiempo, es recuerdo y es relación, es evocación y es palabra. El tiempo no es el tiempo. Soy yo, que estoy rota y sin tiempo.

EACGR

martes, 10 de junio de 2014

Los túneles

Las profundidades pueden ser atractivas. La del océano y la de los ríos. La del universo y la del horizonte. También la de las cavernas de la tierra. Mi viaje parece tener siempre la presencia de túneles por los que las vías se adentran en profundidades complejas. Algunos son largos y con trayectoria imprecisa, otros son casi imperceptibles.


Últimamente me ha dado por detenerme a pensar sobre los túneles a los que nos adentramos mientras viajamos a la profundidad de nuestras relaciones. La presencia en el túnel hace toda la diferencia. Se está solo ahí dentro o se sabe la compañía de quienes de una u otra manera deciden viajar con nosotros.

El túnel personal, o el túnel de otra persona, pueden estar plagados de silencios. También en ellos puede haber historias en fragmentos, pasajes poco explorados de miedo o incertidumbre. El túnel puede ser un remanso para refugiarse de la luz que ciega o de la fuerza de una realidad aplastante. También puede ser una escapatoria, una aparente protección que a la larga nos traga en oscuros recovecos.

Los túneles pueden ser muy injustos. Para el que los transita y para quien se convierte en testigo. Injusto es no saber quién nos ha llevado ahí o por qué nos encontramos en medio de tal profundidad. Injusto es no poder comunicarse hacia fuera ni poder mirar en realidad hacia adentro. Injusto es no conocer el inicio. Injusto es esperar que llegue a su fin. Injusto es suponer que alguien nos encontrará ahí dentro o que nosotros mismos podremos encontrar la salida sin ayuda.

Yo conozco muy bien el túnel de la ansiedad, de la enfermedad, de la locura y de los finales forzosos. Conozco el túnel de la soledad irremediable y de la vergüenza. He transitado el túnel del silencio y de la rigidez. Los túneles  indecibles de la frustración, del fracaso y de la desesperanza. Y en todos ellos, la presencia de un otro ha hecho toda la diferencia. Volver la vista atrás y saber que alguien transita conmigo. O bien, saber que el túnel al que alguien más se ha adentrado tiene un propósito, un inicio y un final, y que así tengo la posibilidad de acompañarle.

Los túneles no son mis pasajes favoritos de este viaje en tren, pero sin ellos poco me sorprendería el paisaje y la luz que adormece los sentidos hasta conseguir despertar algo más profundo. Los túneles, como las madrugadas y cualquier otra transición, me inquietan tanto que he aprendido a intentar evitarlos. Y sin embargo son los mismos túneles los que más me revelan sobre mí misma y sobre aquellas personas con las que me relaciono. Son una oportunidad de tocar toda la vulnerabilidad posible y regresar a la antigua lección: Confiar.

Cada noche, cada día, cada segundo de mi vida es un túnel que debo transitar. Ahora lo sé. Y sólo me resta esperar-saber-querer que haya alguien esperándome del otro lado.


EACGR (A propósito de ciertas profundidades)  Junio 2014